lunes, 31 de agosto de 2015

Gaviotas grises

"Cuando acabe el día, habremos ganado un poco más.- me dije-
Se perderán las nubes y no habrá lugar
para la incertidumbre que molesta.

Seguramente, también, volvamos al trabajo sucio 
de despertar del sueño macerado, nuestro sueño,
y tengamos que cosernos los abrazos
para recordar que
un día fuimos ellos, y no otros.
Pero que ahora
somos nosotros 
                          y no los que quisimos.

Así acabará el día: sin ilusiones, muriendo un ratito junto a mi 
en la puesta de sol de ciudades plateadas.
Acariciándome las horas, las negras noches y los nervios desgastados
que pierden su sentido cuando regresa el tren.

Ese será el coste de la continuación: la extenuación final para conseguir
que nadie duerma.

Y será- con total certeza- en ese lugar desatentido, 
donde miraremos nuestros cuerpos sin gloria,
con grandes relieves y rupturas,
ahorcados como la luz de una vela que pretende
cegar la luz del sol,
en que no sabremos qué decirnos 
nunca más. 

Habrá rodado la pasión.

Las aves habrán sido peor que un sueño.
Despertaré,
como los yonkis y las piedras

y ya no volveré a soñar.

D. FORTE

miércoles, 26 de agosto de 2015

¿Cómo se siente un corazón de más de tres días?

Estaba yo sentada en un banco, fumándome el último cigarrillo de la caja de tabaco que había comprado la semana pasada, cuando una alarma en el móvil me avisó de que había olvidado recoger la ropa de la lavandería. Seguramente, después de dos semanas, el tipo del establecimiento habría pensado que yo era una de esas chicas que quiere deshacerse de los restos de alguna noche demasiado peligrosa y, así, como el que no quiere la cosa, deja las pruebas del delito a un hombre al que, a simple vista, nada parece perturbarle. Pero siendo sincera, lo cierto es que todos mis problemas se ciñen a mi puñetera cabeza.

Desde que soy bien pequeña no consigo recordar nada más de tres días seguidos. Y creedme si os digo que eso es lo único que me ha traído problemas. La gente que, a diferencia de mi, tiene una habilidad innata para recordar cualquier tipo de conocimiento, dato o absurda irrelevancia, pensará que vive en el peor de los mundos posibles; ya que, el perdón es mucho más difícil si uno no puede olvidar la causa del daño. O por ejemplo, que alguien te deje dinero y no te lo devuelva puede convertirse, con semejantes memorias, en motivo suficiente para acabar a hostias en la puerta de un juzgado con tu mejor amigo. Pero lo cierto es que, yo, que estoy en la situación opuesta, puedo verificar con total seguridad que, olvidar es infinitamente peor que recordar. 

Os pongo en situación, tenía 14 años y un miedo atroz a dar un beso. En mi cabeza, aquel batiburrillo de lenguas entrelazándose se asemejaba mucho a las peleas de los leones marinos en época de apareamiento ¡Qué locura!. ¿Cómo iba a hacerlo bien si se trataba de un combate a muerte? Yo, la cobardica, la niña de 14 primaveras besando a alguien, con lengua, con una lengua en, sobre, bajo, tras... otra lengua. Imposible. Seguro que acababa confundiéndome de orificio. Seguro.
El caso es que, al final dio igual mi miedo descompensado, porque aprendí a besar. O eso pensaba yo. Hasta que, dos meses después, el chico de mis sueños- tenía moto y tupé, qué más podía pedir- se largaba con una rubia sin tetas a una discoteca de música bacala. 

Lo peor fue que, tres semanas después, se presentó en mi vida una nueva oportunidad de poner en práctica mis nuevas artes vocales, pero para entonces, ya había olvidado que sabía hacer cualquier cosa diferente de comer con la lengua. De nuevo el pánico, de nuevo un moonwalker hasta la habitación más oscura de todos mis piensamientos. 

No lo hice.

Tuvieron que pasar 2 años para que volviera a intentar meter todos mis argumentos en la boca de alguien. Y eso no ha sido todo. A lo largo de mi vida he ido conociendo a gente extraordinaria con la que ahora no recuerdo haber vivido ni la mitad de lo que me cuentan. Es triste comprobar como tu mente va mucho más rápida que la de los demás; que hagas lo que hagas y sientas lo que sientas, estás inmunizada- condenada- a no recordar más de tres días cual es el sabor de una caricia nueva, o el olor de aquella persona que te gustaba tanto. Una conversación en un parque, el adiós más tierno de tu vida, las páginas magníficas de un libro de terror...

 Todo, finalmente, se acababa colando en el desagüe de los efímero. La intensidad es lo único que puedo saborear. Y hasta dicha intensidad se convierte en amargor, ya que, uno no disfruta tanto de un instante sabiendo que en apenas 72 horas, todo lo vivido será una mancha borrosa y lejana en su mente rota. 

Y heme aquí, porque hace un día exáctamente tuve que partir un corazón. El corazón más dulce de cuantos hayan soportado amarme. Uno de esos que están tan escondidos que jamás creerías tener la suerte y el privilegio de encontrar, y mucho menos de llenar un poquito. Tuve que hacerlo, tuve partir un corazón; cogí los trozos bien atados y, uno a uno, fui pegando martillazos a las paredes del órgano hasta dejarlo como un edificio ruinoso e inhabitable. 

<<Soy un monstruo- me digo- soy un ser despreciable que no puede dejar de llorar, que se sabe incompleto, marchito y también arrasado por la desesperación, el amor y el miedo.>>  Pero mi miedo es harto diferente, ya sabéis. Por primera vez en mi vida, he decidido escribir sobre el dolor más grande que haya podido experimentar. Un dolor que seguramente muchos conozcan, pero que no le deseo a nadie en este mundo. Un dolor que me supura por todas partes.
¿Y por qué? Pues es bastante sencillo: esta vez no quiero olvidarlo. Dentro de un par de días, mi vida, la insufrible y detestable de ahora, volverá a su margen de cosas insignificantes y anodinas. Y no lo quiero. Esta vez no. Quiero el dolor de la pérdida, y si la hubiere, su recompensa. Quiero dormirme llorando por este amor que tengo que alejar. Quiero saber qué se siente cuando se siente de verdad, muy dentro, muy largo y pesado, como un yunque. Quiero comprender lo que es amar a alguien de verdad hasta que todas las partículas de mi ser acepten que ya no lo soportan más y me supliquen, por favor, clemencia. No quiero olvidarle. No quiero olvidar. No quiero.

Por primera vez en la historia de mi existencia: elijo el dolor. Con todo lo que ello implica para mi; entre otras cosas, escribir y sangrar, naufragar y escribir. Escribir...Recordar...




Diana Fernández Forte